Raúl Vera López, obispo de la localidad mexicana de Saltillo, en el Estado de Coahuila, y un gran defensor de los derechos humanos de los más desfavorecidos, recibió el doctorado Honoris Causa en Humanidades por la Universidad Central de Bayamón de Puerto Rico.
En su discurso de agradecimiento, aseguró que “fue precisamente en un ambiente como éste, siendo un joven estudiante universitario, donde fueron sembradas en mi corazón las semillas de donde han germinado las fuerzas que impulsan hasta el día de hoy el derrotero de mi vida. “Fue en mi juventud”, afirmó, “en compañía de otras y otros jóvenes que se empezaron a forjar los ideales por un mundo justo, diferente al que construyeron las generaciones que nos habían precedido, y se esforzaban por mantener a flote”.
Contó a los asistentes cómo, siendo muy joven, cada día se hacía más fuerte en él la convicción de que no podía integrarse en una estructura inhumana que le ofrecía un “modus vivendi” más o menos confortable, pero a cambio de colaborar “con las injusticias estructurales que se empezaron a establecer en México a mediados del Siglo XX, para facilitar el desarrollo de procesos de transformación industrial, a base de inversiones extranjeras”.
Estas injusticias estructurales afectaban el orden político y el económico. México perdió libertad, dijo, porque” empezamos a ser objeto de intervención política extranjera, especialmente de los Estados Unidos, porque las empresas que invertían en mi país provenían en su mayoría de nuestro vecino país del norte”. El objetivo de esta intromisión era supervisar que las condiciones sociopolíticas y socioeconómicas en México fueran del todo favorables para multiplicar fácilmente sus inversiones.
Por aquella época, los procesos de industrialización favorecían el enriquecimiento personal de los políticos, quienes recibían “regalías”, puntualizó Vera, para desregular los controles fiscales financieros y aduanales, lo que permitía el flujo de capitales al extranjero, con escasa o nula supervisión fiscal. A la vez los mexicanos, asistían a la salida de sus recursos naturales no renovables, que empezaron a ser saqueados de manera despiadada.
Como consecuencia, el campo, que requería una importante inversión, empezó a ser abandonado. Las principales víctimas de este retraso inducido fueron los campesinos. El motor fundamental de este cambio a la transformación industrial en México no fue precisamente la búsqueda del progreso de la mayoría de los mexicanos, sino la codicia de unos cuantos grupos, empoderados en el ambiente político, empresarial y financiero, aseguró el obispo: “estoy describiendo al país como se presentó ante mis ojos cuando yo terminaba mi carrera profesional, a finales de la década de los 60 del Siglo XX”.
Entonces, los campesinos emigrados pasaron a formar parte de los cinturones de miseria de los grandes centros industriales. Se constituyó una especie de esclavitud moderna con el campesinado emigrado que era contratado sin la preparación técnica ni social para defenderse de las políticas laborales abusivas que el mismo gobierno mantenía, con la complicidad de líderes sindicales corruptos puestos al servicio de los empresarios. Esta situación de mujeres y hombres campesinos, recién convertidos, por la necesidad de comida y vivienda, en obreras y obreros, en su opinión, les sometía a niveles de vida muy por debajo de la dignidad humana.
“Yo definitivamente”, sentenció, “me negué a ser parte de ese sistema que en vez de producir vida, provocaba estructuras de muerte y, por eso, elegí integrarme a procesos que convirtieran en sujetos de la construcción de un nuevo México, a quienes eran víctimas de los procesos estructurales que se alimentaban del comercio con la carne humana”
Para los jóvenes
A los jóvenes universitarios presentes en su investidura les pidió que se integrasen en procesos que construyan la vida en su patria, “para ello tienen que dejar a un lado su provecho personal; sean creativos para edificar a su pueblo portorriqueño; no busquen beneficios egoístas ni salgan a buscar un progreso puramente personal, a cualquier parte del mundo, o al país, al que como Estado libre, están asociados”.
“Sean capaces”, afirmó, “de pensar de manera diferente, déjense contagiar de lo que Platón llama la locura mística, es decir, atreverse a pensar fuera del modelo social imperante”.
“Les animo”, insistió, “a que se atrevan a empezar algo nuevo; aquí en este pueblo que les ha visto nacer les ha cuidado y les ha formado como profesionales, con una especialidad; siendo realistas, busquen ser emprendedores de microempresas donde los criterios fundamentales sean los comunitarios, no los de la competencia y la ventaja sobre la otra o el otro”. También los conminó a que rechazaran como criterio fundamental “que el dueño, el accionista y el funcionario de alto nivel en esas microempresas, deban ganar mucho más que el empleado o los obreros, porque tienen derecho a una mejor vivienda, a un mejor vehículo personal, a ropa y comida de más alta calidad”. Porque todo ello lo van a conseguir, “a costa del salario miserable del empleado y obrero, la barricada donde vive, el hambre y la falta de servicios que padecen él o ella y su familia, y la salud y la educación de las que carecen, y que al final de la vida, provocará negatividad e inseguridad para todo su entorno y sociedad”.
Al final de su discurso insistió en su rebeldía juvenil a integrarse en procesos que generaban miseria y muerte, asegurando que hoy, a pesar de ser obispo, y tener limitaciones, sigue sintiendo que esa rebeldía no se ha apagado en su corazón. “Trabajo y lucho por un mundo en el que todas y todos trabajemos por un trato igual para cada ser humano, para cada grupo, para cada pueblo, para cada nación, con apego a los derechos fundamentales de nuestra dignidad como personas”. Los Derechos Humanos, afirmó, “son inherentes a la naturaleza humana, y esto no solamente lo aceptamos quienes creemos en el Evangelio de Jesucristo, sino que hoy está consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada y aceptada por la gran mayoría de las naciones del mundo, la misma que nos corresponde promover y hacer valer junto con otros convenios y declaraciones”.
Nacido en Guanajuato en 1945, Raúl Vera López es ingeniero químico y licenciado en teología. Fue también obispo de Ciudad Altamirano, Guerrero, y obispo coadjutor de Don Samuel Ruiz, en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Ha presidido la Comisión para la Vida Consagrada y el Centro Nacional de Ayuda a las Misiones Indígenas y fundó el Centro Social “Juan Navarro” para la promoción de los pobres y dos casas del migrante en Coahuila. Participó en el Proceso de Paz y Reconciliación entre los pueblos indígenas de Chiapas y el Gobierno Federal. Actualmente dirige el Centro de Derechos Humanos Bartolomé de Las Casas, Chiapas, y preside el Centro para los Derechos Humanos “Juan de Larios”, en Saltillo. A primeros de año estuvo en España para participar en un foro religioso popular que se celebró en febrero en Vitoria/Gazteiz, en donde disertó sobre La evangelización en un mundo secularizado.